Ser profesor en España: cuando la vocación ya no es suficiente

Hace demasiado tiempo que llego a casa después del trabajo pensando que tal vez no estaría mal intentar un “cambio de aires” laboral. Y este pensamiento, que antes sólo me rondaba por la cabeza después de un mal día (y un mal día lo tiene cualquiera), empieza a ser demasiado reiterativo e insistente. Y me enfado conmigo misma, me riño incluso, e intento pensar en otra cosa, porque si alguien ha nacido con vocación para la docencia, ésa soy yo. Cuando de pequeña  me hacían la insufrible pregunta sobre qué quería ser de mayor, nunca pasé por esa etapa de veleidades artísticas en la que algunas quieren ser cantantes o actrices. Ni sentí la llamada humanitaria que conduce a otros hacia la medicina.  Por fortuna, siempre fui consciente de mis limitaciones y no se me pasó por la cabeza querer ser modelo…. ¡ni siquiera azafata!  Tampoco me tentó, en determinado momento y estando en puertas de mi entrada en la universidad, cierta visión práctica y utilitarista de los estudios, así que no cometí el error de matricularme en Derecho, en Empresariales o en Económicas, que eran las carreras «estrella» en la época. Sólo durante un corto periodo de tiempo barajé la posibilidad de estudiar Periodismo. Pero siempre me interesaron las disciplinas humanísticas, la lengua y la literatura, la historia, la filosofía, así que al final, acabé en la facultad de Filología. Explico todo esto, y pido perdón por el preámbulo, para ilustrar el grado de decepción, de desilusión y de desgaste profesional que puedo estar experimentando cuando llego a plantearme dar un giro a mi vida y cambiar de trabajo cuando la docencia siempre ha sido para mí absolutamente  vocacional y la he ejercido con la entrega y con la motivación que cualquier persona pondría en una actividad que la llena y la satisface. Mi caso, desafortunadamente, no es único, más bien diría que es bastante representativo del estado de ánimo de miles de maestros y profesores en este país. Al menos, es idéntico al que experimentan los que yo conozco.

Hace poco más de un mes que se ha iniciado el nuevo curso. Un curso más. Seguro que cuando termine, allá por el mes de Junio, volverán a publicarse datos acerca de los males de la educación obligatoria en España, tanto en Primaria como en Secundaria. Volverán a ser objeto de debate entre los de siempre, los políticos y los teóricos de la educación, pero la voz de los que día a día entramos en el aula y nos enfrentamos a esos malos, no será escuchada. Y volverá a iniciarse un nuevo curso y, quién sabe si dentro de poco tendremos que lidiar con una nueva ley de educación, que es lo que suele pasar en este país cada vez que cambia el color del partido que gobierna. Y así nos va.

Los datos sobre la calidad de la enseñanza obligatoria en este país son francamente preocupantes, con la segunda tasa de fracaso escolar más alta de Europa. Los sucesivos Informes Pisa de la OCDE han demostrado que la puntuación media de nuestros alumnos de 15 años en Comprensión Lectora, Matemáticas, Ciencias Naturales y Capacidad para la Resolución de problemas está muy por debajo de la media de la OCDE, es más, está rayando la puntuación más baja.

Evidentemente, estos datos han sido motivo de reflexión, aunque existen discrepancias sobre dónde está el origen del problema y cuáles son sus posibles soluciones.  Unos creen que el problema de la educación en España es la falta de recursos económicos y que la solución radica en aumentar las dotaciones presupuestarias destinadas a la enseñanza. No digo que no tengan una parte de razón, por supuesto, aunque este análisis peca de simplista, porque siendo deseable que el presupuesto destinado a educación fuera superior, no podemos olvidar que es también imprescindible marcar en qué forma va a gastarse ese dinero y la eficacia final de ese gasto. Y ya tenemos cierta experiencia acerca de cómo dilapidan los recursos públicos las administraciones competentes en materia educativa, tanto estatales como autonómicas. De todas maneras, espero que no tengamos que llegar a los extremos que se han adoptado en Italia de tener que recurrir a la publicidad en las aulas de las escuelas públicas. Ya sólo nos faltaría ser esponsorizados por PlayStation, o Los 40 Principales. Por otro lado, están los que opinan que el problema lo constituye el propio sistema educativo españo y sus variantes,  y yo, personalmente, me inclino por esta última opción, porque tengo parece indiscutible que sus males estructurales son muchos. Aun así, las cosas no son tan sencillas, porque un sistema educativo es también el reflejo de una sociedad determinada, con sus valores, ideas e intereses,  y de su clase política.

No voy a negar que los problemas de la educación en España vienen de antiguo, pero si tuviésemos que marcar un punto de inflexión, ése sería el momento de la aplicación de la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE) de 1990, que iba a representar un giro en relación al sistema anterior. Y más que un giro, se hicieron varios luppings y un par de caídas al vacío, estilo Hurakan Condor. La educación española se ha estado moviendo, en los últimos 100 años, entre dos estrategias educativas diferentes: aceptada la premisa que cualquier estado moderno tiene que garantizar una instrucción universal y gratuita a todos sus ciudadanos como forma de garantizar la igualdad entre ellos, se empieza a discutir entonces la diferencia entre «instrucción» y «educación». ¿Quién es el responsable de instruir y de educar? La instrucción, defienden unos, es tarea del Estado, mientras que la educación corresponde a las familias. Pero aparece una nueva concepción educativa basada principalmente en las ideas que Rousseau expone en su obra Emilio, que defiende que el objetivo del Estado es educar a través de la escuela y no instruir. Esa educación, base para el perfeccionamiento social y moral, sería responsabilidad más del Estado que de los padres, ya que su finalidad sería formar buenos ciudadanos. Para Rousseau, el niño ideal es el que se formaría a su propio ritmo, según sus particularidades (ni más ni menos que la famosa “atención a la diversidad” que se nos exige que llevemos a cabo en un aula con 25 alumnos), sin restricciones ni normas,  sin prohibiciones,  castigos o presiones,  y que sería capaz de aprender según su propia experiencia.  El profesor pasaría a ser una especie de mentor u orientador que lo acompañaría en ese camino.

Es bastante evidente que en España, a partir de la implantación de la LOGSE, hemos asistido al triunfo de la concepción educativa rousseauniana. Para los políticos y para los responsables en materia educativa, el sistema franquista, era autoritario, se basaba en el aprendizaje puramente memorístico de conceptos, tenía un peso evidente en contenidos religiosos, era represivo, monolítico y, además, clasista, ya que no ofrecía la oportunidad de acceder a estudios superiores a todos los ciudadanos y, por tanto, no garantizaba la igualdad de oportunidades para los mismos. Creo que nadie podría, en conciencia, rebatir todas estas objeciones, aunque quizás se ha demostrado que el sistema tradicional de enseñanza no era desechable en todos sus aspectos. De todas maneras, no hay que olvidar que en los últimos años del franquismo se caminó ya hacia un modelo de escuela unificada: se amplió la obligatoriedad de la enseñanza hasta los 14 años (8º de EGB) y se suprimieron los exámenes oficiales en la Secundaria.

A partir de los años 80, con la llegada de los socialistas al gobierno, se adopta el modelo de la comprenhensive school, que se había ensayado en Europa 30 años antes con resultados más bien poco satisfactorios. Por qué se implantó aquí como si de la panacea educativa se tratara, teniendo en cuenta las experiencias europeas previas, sigue siendo un misterio para mí. La idea principal de este sistema educativo es que la igualdad de oportunidades para los ciudadanos sería un hecho, independientemente de su nivel económico, si al terminar la etapa educativa obligatoria tenían todos el mismo bagaje cultural, la misma formación. Digamos que, hasta aquí, nada que objetar, porque la educación gratuita quiere evitar que las diferencias económicas comporten un nivel educativo inferior para los menos favorecidos. El problema es que nadie se había planteado que la educación, además de ser general para todos los ciudadanos, debía ser de calidad. De otra manera, igualaríamos a todos los ciudadanos, es cierto, pero en la ignorancia. Y esto es lo que acabó sucediendo. Se bajó el listón para que todos los chicos y chicas pudieran exhibir su título de Graduado en ESO, pero la trampa radica en que esos estudios son de una mediocridad escandalosa.

No creo que se pueda cuestionar que todos los individuos tienen derecho a la mejor de las educaciones. Pero lo que no podemos de ningún modo aceptar es que el papel de la escuela sea igualar a las personas desde el punto de vista intelectual, es decir, pretender que todas puedan recibir el mismo nivel de educación con el mismo aprovechamiento,  ya que todas las personas no tienen la misma facilidad o disposición para el estudio. Pretender eso es igualar a todos al nivel del más torpe. No sé si esto suena políticamente incorrecto, pero es lo que extraigo de mi experiencia de años de docencia. Pues esto, ni más ni menos, es lo que pasó en España a partir de la implantación de la LOGSE. Se quiso crear una escuela en la que no habría desigualdades, ni siquiera por razón de la inteligencia o de la capacidad intelectual de cada alumno. Se reprimiría la competitividad, que es algo natural y que si se entiende como algo sano, favorece el proceso educativo de los alumnos. Se aprendería a ser tolerante, solidario y todos los niños serían buenos y felices. Qué bonito sería eso pedagógicamente hablando, desde luego, pero cómo nos manipularon a todos los que íbamos a estar involucrados en la tarea de educar y a todos los que, pretendidamente iban a ser educados en la escuela.

Como resultado, con la aplicación de la LOGSE nace la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), con cuatro cursos de enseñanza común, repartidos en dos ciclos (1º y 2º de ESO, Primer Ciclo, y 3º y 4º de ESO, Segundo Ciclo), que los alumnos cursarían entre los 12 y los 16 años (con lo cual, la educación obligatoria se alargaba dos años más). Después, el alumno podría optar por cursar dos cursos de Bachillerato o Formación Profesional. Eso significó que hasta los 16 años los alumnos no podrían ser separados ni en base a diferencias intelectuales ni por intereses distintos. En Educación Primaria, En un principio se pretendía que los conocimientos de los alumnos no fueran valorados con las notas tradicionales, sino con unos “progresa adecuadamente” o “no progresa adecuadamente”, que eran mucho más políticamente correctos y que no traumatizaran a los niños. Afortunadamente hace poco se tuvo que rectificar, pero después de tantos años, el mal ya está hecho. En Secundaria, si todos los alumnos tendrían que haber recibido el mismo nivel de formación, no podía hacerse de otra forma que no fuera aligerando los planes de estudio y recortando los temarios de manera que hasta los menos dotados para el estudio o los que tenían menos ganas de estudiar pudieran alcanzar los mínimos exigidos. ¿Y en qué queda el papel del profesor o del maestro? Pues siempre desde la óptica rousseauniana de la educación,  hemos acabado ejerciendo de mentores y orientadores, y también de psicólogos, policías, asistentes sociales, mediadores familiares, de todo, menos de docentes. Porque transmitir conocimientos es lo de menos. Porque hemos llegado a un punto en que un alumno no puede admitir que siente “cierta curiosidad” en saber cómo se adquiere el lenguaje, cuáles fueron las causas de la Primera Guerra Mundial, qué paralelismos encontramos entre la Odissea de Homero y el poema Ítaca de Kavafis o en la resolución de qué problemas matemáticos se puede aplicar un sistema de ecuaciones sin que sus compañeros le consideren un “friki”. Y es que a la escuela parece que ya no se va a aprender (entre otras cosas porque a los alumnos se les ha inculcado que no existe una verdad objetiva), los profesores, como colectivo, nos hemos convertido en una rama de los servicios sociales y un alumno que no da problemas no es ya el que supera trimestre tras trimestre los objetivos de cada materia, sino aquél que no provoca conflictos, no insulta a sus compañeros o no le falta al respeto flagrantemente al profesor.

Asumiendo todos esos nuevos roles que antes correspondían a la familia, favorecen que muchos padres se inhiban de sus responsabilidades educativas y las traspasen a la escuela. Pero, a la vez, desconfían totalmente de la capacidad de los profesores y maestros, contribuyen activamente a que nuestra consideración social y profesional haya caído en picado, y se erigen en jueces de nuestro trabajo, nos lo cuestionan, y culpan a aquéllos a quien han cargado con una responsabilidad que no les corresponde, al menos, no de manera absoluta, de todos los males de sus hijos y de los problemas que les puedan ocasionar. Para un cada vez más amplio sector de padres, la escuela es un “aparcamiento” donde depositar a sus hijos el mayor número de horas posibles, donde tienen que “aprender”, pero sin estresarse, en donde no se les pueden poner tareas para casa, porque después de las clases tienen taekwondo, ballet, hip hop-funky, fútbol, guitarra acústica o malabares, y claro, después se meten muy tarde en la cama y no les dejan ver la televisión tranquilos (aunque no se preocupan de saber qué hacen cuando  entran en sus habitaciones ni se enteran que, una vez en ellas, se pasan horas conectados al Messenger o al Facebook).

Me explicaban unas amigas, maestras de Educación Infantil, que los niños que entran en P3, cada vez les llegan más inmaduros y menos autónomos, sobre todo en el tema de la alimentación, muchos no quieren mascar ni tomar sólidos, porque para las madres es más fácil y cómodo por la mañana seguir enchufándoles un biberón de cereales, porque tardan mucho en tomar unas tostadas y un Cola-Cao, que además corre el peligro de acabar en el suelo, y eso significa, encima, tener que levantarse antes. O que muchos de los niños que no han ido a la guardería todavía usan pañal, porque tener que quitárselo es trabajoso y un engorro, y ya lo harán en el cole. Si extrapolamos esto a los adolescentes, resulta que somos nosotros, los que se supone que tenemos que despertar el amor por la lectura, el interés por la ciencia o la curiosidad por las aplicaciones de la matemática, los que tenemos que acabar enseñándoles desde que no se come con la boca abierta o que las mesas no se pintan con rotulador permanente, hasta cuáles son los peligros del consumo de drogas, las ventajas e inconvenientes de los diferentes métodos anticonceptivos, que la ducha diaria es muy sana o que no se debe llamar “puto moro de mierda” a los inmigrantes de religión musulmana. Si con el tiempo que nos queda podemos enseñarles a comprender lo que leen, a escribir sin demasiadas faltas de ortografía y a saber localizar en un mapa dónde está Bosnia-Hercegovina, pues mejor.

La LOGSE significó también que en educación se empezaran a utilizar una serie de conceptos de nueva cuña pedagógica: “desarrollo curricular”, “temporización”, “secuenciación”, “contenidos conceptuales”, “procedimientos”, “valores”, “normas” y “actitudes”. Ya no existían las asignaturas, sino los contenidos curriculares. No había exámenes, sino “pruebas diagnósticas”. Las evaluaciones tenían que ser “continuas, sumativas y formativas”. En todos los “desarrollos curriculares” se tenía que tener en cuenta la “transversalidad”, otra de las sopas de ajo descubiertas por los pedagogos, y que no es otra cosa que trabajar los temas recurrentes que aparecen en distintas asignaturas y que debían servir para trasmitir los valores que se suponía que tenía que difundir la escuela (la tolerancia, la solidaridad, el respeto al medio ambiente, la educación para la salud, etc).

En definitiva, mientras que en los países europeos que habían adoptado este modelo pedagógico éste se encontraba ya en franco retroceso, en este país parecía que se había descubierto la panacea educativa. La escuela ya no tenía como finalidad transmitir conocimientos sino inculcar valores y asegurar la adquisición de una serie de habilidades a las que llaman “competencias”. Los niños, nos dicen, tienen que “aprender a aprender”.

Transmitir conocimientos ya no es moderno, porque todo es relativo, porque los profesores no tienen la verdad absoluta. No, desde luego que no, decían los profesores que se enfrentaron con la reforma educativa en sus primeros años de andadura, pero algo más que los alumnos seguro que sabrían, al menos, en lo que respecta a las disciplinas que supuestamente tenían que impartir. Craso error, sería la respuesta de los padres de la LOGSE. Porque como cada niño tiene que aprender a su manera, educar no tenía que consistir en la transmisión de un conjunto de conocimientos, sino en quedarnos calladitos a su lado mientras observamos cómo “percibe el mundo” y, a partir de eso, aprende de la experiencia. A lo sumo, podemos darle un toquecito en el brazo si se desvía del camino de los valores, las normas y las actitudes que debe incorporar para convertirse en un buen ciudadano, pero no demasiado fuerte y siempre con educación, que si no, les faltas al respeto y pueden denunciarte.

Posiblemente llegar a estos extremos ridículos no era lo que pretendían los que, quiero creer que de manera bienintencionada, parieron la LOGSE.  Pero que lo que no pueden negar es que su objetivo principal era conseguir una educación sin alternativas para los alumnos, ni en función de su capacidad, inteligencia o intereses futuros. Que gracias a ellos, el docente ha perdido cualquier tipo de autoridad y que la permisividad es total y absoluta en todos los aspectos, disfrazada bajo la máscara de la tolerancia y del diálogo. Todo ello siguiendo la idea de que la escuela no debe sólo transmitir conocimientos (pero no muchos, no vaya a ser que algún alumno no apruebe la ESO), sino “educar en valores”. Y muchos de nosotros, viendo el panorama de la sociedad en la que vivimos, pensamos que, además de todos los conocimientos que marca el currículum, y algunos más, para que nuestros alumnos no salgan al mundo como analfabetos funcionales, les acabamos educando en esos famosos valores: la tolerancia, el valor del diálogo, la igualdad de género, el rechazo al racismo y a la xenofobia… Y a no comer con la boca abierta o a respetar el mobiliario del centro. Añadiría que en esa “educación en valores” se podrían añadir otros que parece que los defensores de la comprehensive school parecen haber olvidado: el valor del esfuerzo, la constancia, el respeto por la opinión del otro, la responsabilidad individual y colectiva, el deseo de superación o la iniciativa.

Pero nadamos contra corriente: si nuestro sistema educativo no contempla ningún principio de autoridad y deja al profesor o al maestro sin ningún recurso frente a las actitudes de apatía, desinterés, hostilidad e incluso violencia de los alumnos; si a un alumno que suspende cinco materias se le puede “promocionar” y, por tanto, pasar de curso, aunque no haya logrado adquirir los conocimientos mínimos exigidos, si hasta hace unos años no se podía repetir curso, si todos los alumnos van a llegar al mismo punto, independientemente del esfuerzo y del trabajo, si la actitud que mantengan en la clase, con los compañeros o con los profesores no se tiene en cuenta ¿quién va a ser el tonto que quiera estudiar y esforzarse?  Entonces ¿por qué nos sorprendemos de que la educación en España esté a la cola de Europa? Lo sorprendente sería lo contrario. Con la implantación de la LOE, la Ley Orgánica de Educación, de 2006-2007, el panorama educativo no ha mejorado y en algunos aspectos, diría que ha complicado más la situación porque el “buenismo educativo” campa a sus anchas.

Las diferentes leyes de educación que ha habido en España desde la transición han sido proyectos fallidos. Creo que cualquiera puede darse cuenta de que la idea de una educación común y prolongada lo único que hace es perjudicar a los alumnos, a todos, sean cuales sean sus intereses académicos y profesionales futuros, y desmotivar a los docentes (que somos uno de los colectivos profesionales con más problemas de depresión, ansiedad y estrés).  Lo único que debería interesarnos es encontrar la manera que los alumnos acaben la educación obligatoria con un nivel de conocimientos que nos iguale al que se exige a los alumnos de los países europeos que están a la cabeza en materia de educación, más que pretender que todos obtengan el mismo mediocre bagaje de conocimientos.  Y para aquéllos que no logren el nivel exigido, que existan alternativas en formación que les permitan afrontar con éxito su futuro en el mundo laboral, dignificando la formación profesional. La situación que se vive en la secundaria de este país es bochornosa: un grupo de alumnos que “desconectan”, en el mejor de los casos, o se dedican a molestar a sus compañeros o profesores, que sólo tenemos dos opciones: o prescindimos de ellos, lo cual es bien triste, o les prestamos atención, con lo cual retrasamos al resto o corremos el peligro de entrar en su juego y llegar a situaciones no demasiado agradables. Tal vez en España alguien tendría que atreverse, como han hecho los laboristas británicos, a permitir la agrupación de los alumnos según su rendimiento, al menos en las materias principales, porque la idea de la “igualdad de resultados” es una falacia, pero además es injusta y no beneficia a nadie.

Quiero dedicar esta reflexión a mis alumnos que durante años me han demostrado sus  ganas de aprender y de superarse y que, echando la vista atrás, han sido muchísimos. A todos los padres y madres que colaboran con la escuela y se esfuerzan cada día en hacer de sus hijos mejores personas. Y a todos mis compañeros y compañeras de profesión, Blanca, María Jesús, Josep Manuel, Cris, José Luis, Anna, Lydia, Jordi, va por vosotros, para que nuestra vocación profesional nos siga animando a acudir cada día a las aulas pensando que sigue mereciendo la pena enseñar… y educar.

Imágenes: www.e-faro.info

 

 

 

 

 

 

 

 

Dame un voto… y toma un bocadillo (o 633,3€)

Hace tiempo que pensaba que la actuación del PSC no podía depararme más sorpresas (o disgustos, según se mire). Pero es bien cierto aquéllo de «vivir para ver». Porque su última propuesta electoral supera con creces el nivel de insensatez que podría suponerle a cualquier formación política, y eso que, entre unos y otros, están dejando el listón bien alto.

La nueva promesa electoral de Montilla es ofrecer créditos a los jóvenes menores de 25 años que forman parte de la llamada «generación NI-NI», es decir, aquéllos que «Ni estudian Ni trabajan» para  facilitarles, dicen,  la formación y las posibilidades de encontrar un empleo. Montilla presentó la propuesta en uno de los feudos socialistas en Catalunya, L’Hospitalet de Llobregat, durante la conferencia nacional del PSC para la aprobación de su programa electoral de cara a las elecciones autonómicas catalanas del 28 de Noviembre. Los socialistas catalanes han bautizado la propuesta como «contrato para el futuro» y, según parece, tiene como objetivo que ningún joven en Catalunya esté más de seis meses en paro sin formarse.

La propuesta socialista sería la siguiente:

-los jóvenes menores de 25 años que ni estudian ni trabajan (los famosos «NINI» percibirían 633,3€ mensuales (el equivalente al salario mínimo) durante nueve meses y seguirían cobrando durante tres meses más mientras busquen empleo.

-podrían obtener, además, una «beca-formación», a fondo perdido, que costearía los estudios durante esos nueve meses.

– para los menores de 30 años con formación, pero que deseen mejorarla, se otorgaría un «crédito-salario» por un máximo de 11.399€, que deberán devolver cuando encuentren trabajo. Con esto, dicen los socialistas, se pretende que este sector de población no permanezca en el paro más de 6 meses sin oportunidad de mejorar su formación.

 – los créditos, que solicitarían a través de los ayuntamientos, tendrían que devolverse sin intereses en el plazo de seis años siempre y cuando el beneficiario encuentre trabajo y el sueldo sea el doble al del salario mínimo nterprofesional. Si durante este plazo el joven perdiera el empleo, se suspendería también la obligación de devolver el crédito hasta que volviera a incorporarse al mundo laboral.

Los socialistas estiman que podrían beneficiarse de estas medidas un colectivo de aproximadamente 124.000 personas y que el coste sería de entre 137 y 148 millones de euros.

Cuando conseguí dejar de parpadear después de leer la noticia, confieso que lo primero que me pasó por la cabeza fue que esta nueva «ayuda» ideada por los socialistas difícilmente se iba a poner en práctica porque, tal como pinta la situación, el PSC lo tiene bastante difícil para repetir mandato. A no ser que haya un nuevo Tripartit, diga Montilla lo que diga en estos momentos. Pero es obvio que, independientemente del resultado de las elecciones del 28 de Noviembre, que sean capaces de «vender» esta propuesta merece algunas consideraciones, de tipo económico y de tipo moral.

Desde el punto de vista económico, no hay que ser un experto para darse cuenta de que los números no salen. Y que una ayuda de este tipo acabaría suprimiéndose, como otras, o bien conseguirla sería una especie de vía crucis más largo que las obras de la Sagrada Familia, como siempre. Que Montilla anuncie esta propuesta, electoralista donde las haya, teniendo en cuenta que hay miles de personas que todavía no se benefician de las ayudas que les corresponden según la Ley de Dependencia, por poner sólo un ejemplo, me parece poco menos que grotesco y que insulta la inteligencia de los votantes. ¿Dónde han quedado otras ayudas sociales anunciadas a bombo y platillo por el PSOE y que han tenido que retirar a causa del estado agónico de nuestra economía? Las «ayudas» de los socialistas, concebidas en una especie de estado de borrachera presupuestaria, las estamos pagando con más déficit, recortando sueldos, congelando pensiones, pretendiendo aumentar la edad de jubilación porque no tienen ni un euro, comprometiendo, en suma, el futuro de los jóvenes, de los que sí quieren formarse y trabajar. La reflexión que me hago es la siguiente: si no hay dinero público para becar a los jóvenes que desean labrarse un futuro, para los parados que han pagado religiosamente sus impuestos y que ahora se encuentran en una situación francamente comprometida, para los pequeños y medianos empresarios que tienen que hacer cada día juegos malabares para no echar el cierre a sus empresas… ¿Van a encontrar presupuesto para subvencionar a ese sector de jóvenes que prefiere pasarse el día en el parque o apalancados en el sofá?

Ésta es una medida muy del estilo del socialismo español, que ha fomentado la cultura de la «gratuidad», del recibir sin aportar nada a cambio. Algo así como el PER en Andalucía, por ejemplo. Hace poco, una señora natural de Burgos, pero que lleva muchos años viviendo en Catalunya explicaba que en su tierra ha habido temporadas en que los trabajadores del campo han preferido dejar perder la cosecha que recogerla, porque consiguen más dinero tirando de ayudas estatales y europeas que yendo al campo cada día a trabajar. Lo mismo sería aplicable a los NINI’s ¿Para qué van a trabajar si se les está subvencionando precisamente el hecho de no hacerlo?

Por otra parte, creo que esta medida, de llegar a aplicarse, resultaría muy difícil de controlar. ¿Cómo demostrarán esos jóvenes que están buscando trabajo? ¿Pedirán un justificante cada vez que asistan a una entrevista? Además, si tienen que devolver el famoso crédito una vez obtengan un trabajo con un sueldo que sea el doble al salario mínimo interprofesional (estaríamos hablando de unos 1.2oo€), me río yo de cuántos van a poder devolverlo, teniendo en cuenta los sueldos que se pagan en este país, incluso a los jóvenes con estudios y formación. Si a esto le sumamos que si llegan a perder el empleo, la obligación de retornar el crédito queda en suspenso, no quiero pensar cuánto tiempo les van a durar los trabajos.

 Y ahora, las consideraciones morales, que pueden hacerse y muchas. Esta medida puede que les permita arañar votos en un sector de población que tradicionalmente no acude a las urnas ¿Para qué? Pero está claro que perderán los de muchísimos jóvenes cuyo futuro no es nada halagüeño debido a la mala gestión económica de los gobiernos socialistas, ya sea central o autonómico. Sumados a los que van a perder entre los que ven, como yo misma, como miles de puestos de trabajo están pendientes de un hilo, su economía se resiente a causa de la subida de impuestos, el gasto social se recorta por todos lados y ya se imaginan trabajando todavía a los 70 años para subvencionar los créditos a los NINI’s. En conjunto, me parece una inmoralidad.

El gobierno no se preocupa de los jóvenes que deben endeudarse para pagar esos másters y postgrados que se les exigen desde la implantación del Plan Bolonia, ya que con los títulos de grado que consiguen en las universidades catalanas y españolas, lo máximo que van a poder hacer es envolver un bocadillo. Esas titulaciones añadidas valen, a menudo, miles de euros, que suponen un esfuerzo económico para muchísimas familias, cuando ya para la mayoría lo es el simple hecho de poder enviar a sus hijos a la universidad. ¿Se acuerdan en algún momento nuestros impresentables gobernantes de estos chicos y chicas y de sus familias? Estos jóvenes, cuando por fin consiguen sus másters, logran hablar tres idiomas (pagando las clases como actividades extraescolares, claro, porque el nivel de idiomas que se imparte en la escuela pública de este país es, en general, para ponerse a llorar) y tienen no sé cuántos postgrados, acaban haciendo las maletas, porque no encuentran empleo o los sueldos que les ofrecen son irrisorios en relación a la preparación que se les exige. Estamos viviendo una oleada de «fuga de cerebros» y a los iluminados del PSC sólo se les ocurre subvencionar el analfabetismo funcional y la vagancia. ¿Creen de verdad que esta medida fomenta el empleo?

Seamos claros. Un chico o una chica menor de 25 años que no tenga una formación académica mínima (y mira que la ESO es mínima, mínimz, mínima) es, sencillamente, porque no le ha dado la gana de abrir un libro. No hay más. Sé de lo que hablo porque me dedico a la docencia y trabajo cada día con adolescentes. Cualquier estudiante de 16 años que no haya sido capaz de aprobar 4º de ESO sin tener ningún problema de aprendizaje que se lo dificulte, es porque no ha querido. Incluso en esos casos hay vías alternatvas de formación. Si llegan a los 25 años sin haber trabajado en nada o habiendo sido incapaces de conservar un empleo, no creo que lo que necesiten sea, precisamente, dinero a cambio de nada, porque se reafirmarán en su postura vital irresponsable. Aun en el caso remoto que existiera presupuesto para conceder tales créditos, debería exigírseles algún tipo de actividad, de tipo social, por ejemplo, no simplemente que se dediquen a buscar trabajo. Todos sabemos que lo que no cuesta nada, no se valora, es de sentido común, aunque sea el que menos demuestren tener los socialistas.

 Puedo asegurar que a los padres, a los profesores, cada vez nos cuesta más educar a los jóvenes en la cultura del esfuerzo, de la constancia, inculcarles determinados valores, como el del trabajo. Los «Grandes Hermanos» y los «Sálvame» juegan en nuestra contra. Pero si encima nuestros propios gobernantes los premian por no haber estudiado ni trabajado, tenemos la batalla perdida.

Y ¿sabéis lo que más me sulfura de todo esto? Que ni siquiera soy de derechas y, por tanto, no me estoy frotando las manos ni entro en éxtasis cada vez que pienso que las próximas elecciones puedan ganarlas, tanto en Catalunya como en el Estado español, partidos conservadores. Porque si algo duele es que te decepcionen una y otra vez aquéllos que durante años has pensado que te representaban.

Imágenes: www.e-faro.info