28 de Noviembre: ¿las elecciones de la abstención?

Queda una semana para las elecciones autonómicas y todavía estoy dándole vueltas a la cabeza sobre cuál será el contenido de la papeleta que debería depositar en la urna el próximo Domingo 28. Y lo que es peor: por primera vez me estoy planteando seriamente la abstención, opción que siempre he rechazado y he combatido, aunque solo sea por la obligación moral que entiendo que tengo con todos aquellos que lucharon para hacer posible que pudiéramos expresar nuestra voluntad en el marco de un sistema democrático. Porque este sentimiento lo tengo muy presente y porque sé que Catalunya se juega mucho en estas elecciones, sigo haciéndome estas reflexiones: sé que debería ir a votar, pero la abstención me tienta. Y no es por desinterés o por irresponsabilidad, como podréis suponer, sino porque estoy confundida. Y decepcionada. Y cabreada. Y no debo ser la única. No sé si el resto de los que son llamados a las urnas el 28 de Noviembre han votado nunca en estas condiciones. Para mí, al menos, es una novedad.

Estas elecciones deberían servir para estampar en las narices de los políticos, los de dentro y los de fuera, el cabreo, la decepción y el malestar de los catalanes, sentimientos que no solo están provocados por los cuatro últimos años de gobierno del Tripartito, sino por la actuación política hacia Catalunya de los partidos estatales, de los que gobiernan y de los que querrían hacerlo. La crisis económica, sus repercusiones y la manera cómo se están gestionando también serán determinantes en la decisión de los votantes y, por tanto, jugarán un papel importante en los resultados que salgan de estos comicios. En este sentido, estoy convencida de que lo que expresamos los catalanes en las urnas servirá, en buena parte, como precedente de lo que puede suceder en las próximas elecciones generales. Ir a votar en un país que vive la peor crisis económica que hemos conocido la mayoría no es el mejor de los escenarios. De esto, y también de la cuestión de la inmigración sacarán votos baratos y populistas partidos como Plataforma per Catalunya y el propio Partido Popular. Los partidos que defienden postulados xenófobos y racistas, que hasta ahora estaban más o menos camuflados, ya levantan la voz y quedarán totalmente al descubierto después de estas elecciones, si tienen razón las encuestas que les otorgan representación parlamentaria. No me sorprende, porque esta es también la sintonía que está sonando en otros países europeos. ¿Qué pienso al respecto? No estoy de acuerdo con lo que dijo la candidata del PP en Catalunya, Alicia Sánchez-Camacho, en el sentido de que «En Catalunya no cabemos todos. Pero tampoco apoyo la actitud política con la que se ha gestionado la cuestión de la inmigración desde hace una década, con despreocupación, sin ninguna previsión, considerando a los inmigrantes como piezas de un tablero económico que servían mientras tenían una función y que después nos sacamos de encima cuando no sirven. Como en todo, también en este caso se ha gobernado y legislado sin ningún tipo de previsión, sin prever los costes económicos y sociales y sin aprender de la realidad de nuestros vecinos europeos. Y eso puede comportar que tengamos que ver a individuos de extrema derecha sentados en escaños de nuestro parlamento, una imagen que yo quisiera reservada sólo para los pesadillas.

Otra cuestión que tendrá un peso evidente en estas elecciones, pienso que debería ser una de las más determinantes, es el modelo de relación que los catalanes queremos tener con el Estado español. En resumen, cómo se repartirá el voto independentista en un momento en que esta opción empieza a salir del ámbito más o menos emocional y se convierte en una opción que una parte importante de los catalanes consideramos viable, tras constatar, porque nos lo han dejado bien claro, que no tenemos cabida en el proyecto autonómico español, que por otra parte está cerrado y superado. El voto independentista, que desde siempre había sido representado por Esquerra Republicana de Catalunya, respondía mayoritariamente a cuestiones identitarias con las que no se sentían representados una parte de quienes viven y trabajan en Catalunya (ésta es la definición de «catalán» que un día dio Jordi Pujol). Pero es obvio que amplios sectores de la sociedad catalana han entendido que aquél «Adiós España» que se vio y se escuchó en la manifestación del 10 de Julio va más allá y responde a cuestiones no sólo de identidad . La opción independentista creo que ahora mismo es mucho más plural porque, por suerte o por desgracia, las razones que los catalanes podemos tener para desear formar parte de un nuevo estado son muchas. Y aunque Montilla hable de la «desafección» de los catalanes hacia España, yo diría que es más bien al contrario. Si dejamos de lado cuestiones tan importantes como son el derecho de los pueblos a decidir y a gestionar su futuro, la situación de agonía cultural y lingüística en que nos encontramos o los agravios históricos no resueltos (de ello, en España no quieren oír ni hablar, porque dicen que siempre hacemos el llorica y que ya es suficiente), hay muchísimas razones por las que cualquier persona que viva en Catalunya, sea nacida o no aquí, puede querer vivir en un país mejor. Pero los españolistas, a los que ya les parece bien el modelo de relación con el estado que tenemos actualmente, son los que, precisamente, utilizan sólo cuestiones identitarias para defender su postura. Porque se sienten muy españoles, centralistas y monolingües, porque el castellano es para ellos la única lengua con valores superiores (como afirmaban sin ningún rubor los firmantes del último Manifiesto por la Lengua, el Nobel Vargas Llosa entre ellos, por cierto), porque mola mucho pasearse con la camiseta de La Roja, aceptan que el Estado español someta a Catalunya a un expolio fiscal descarado e inmoral. Las cifras cantan, aunque ellos quieran mirar hacia otro lado. No quieren saber nada del déficit fiscal o de la falta de inversiones en infraestructuras. Seguro que se sienten muy bien cuando, después de pagar unas autopistas que están más que pagadas, se levanta la barrera de los peajes y no se acuerdan de las fantásticas autovías gratuitas de que gozan otras comunidades . Lo único que les molesta es que los rótulos de esta misma autopista están en catalán y en castellano: ¿por qué no sólo en castellano si estamos en España? No tienen ni idea, ni creo que les importe, de cuál es el futuro que se dibuja para sus hijos, de cuál es la política estatal con respecto a la concesión de becas (los estudiantes catalanes reciben sólo el 5% del total, mientras que los estudiantes madrileños se llevan el 57%). Si dejaran de lado si se sienten más españoles que catalanes o sólo españoles, entenderían que si tuviéramos una seguridad social propia nuestra renta per cápita anual, también la suya, aumentaría en casi unos 3.000 € anuales. No sé si por cuestiones puramente identitarias se puede admitir que el 70 % de los trenes considerados obsoletos circulen por Catalunya. O que se construya un aeropuerto como el de Ciudad Real, por donde no pasa ni Dios, mientras que las inversiones en el aeropuerto de El Prat son de sólo 12,7 millones de euros frente a los 300 invertidos en Barajas. Si una persona vive y trabaja en Catalunya, paga aquí sus impuestos, no en Albacete, en Mérida o Jaén, no puede aceptar agravios como el que se cometió con el AVE, por poner un ejemplo. Si yo tuviera que ir a vivir a las Quimbambas, por muy catalana que me pueda sentir, lo que querría es que la vida en las Quimbambas fuera lo mejor posible, sin perjudicar ni menospreciar a nadie, pero trabajaría y lucharía por hacer del país Quimbambil el mejor lugar para vivir. Y eso no quita que pudiera entrar en éxtasis si escuchara «Els Segadors» (que os aseguro que no sería el caso, no he sido nunca persona de veleidades folclóricas) o que colgara en el balcón una senyera cada fiesta de guardar. Si esto no se entiende, cualquier argumento que se presente será inútil. Pero para los partidos españolistas, para la últimamente llamada «caverna mediática», que no es nueva, sino la de siempre, todo esto es lloriquear y hacerse la víctima. También puede que sea necesario explicar de manera clara estas cifras a aquellos que viviendo en Cataluña, trabajando, pagando sus impuestos, continúan exhibiendo un nacionalismo español incomprensible. Porque el Estado español los está perjudicando, a ellos o a los que son catalanes desde hace treinta generaciones. Se ve que les gusta ser cornudos y apaleados (en catalán, el refrán es “ser cornudo y pagar la bebida, y nunca mejor dicho). Pero hay un importante sector de la ciudadanía catalana que sin haber comulgado del todo con el independentismo hasta ahora, entienden este discurso economicista, que tristemente, en tiempos de crisis, es el que más preocupa. Sobran los despropósitos como el de Puigcercós diciendo que Madrid es una fiesta fiscal y en Andalucía no paga impuestos ni Dios. La primera parte de la afirmación parece tener algo de fundamento, viendo como Ruiz Gallardón ha tenido que ir con el rabo entre piernas a pedirle a Rodríguez Zapatero una refinanciación de la deuda del Ayuntamiento madrileño. En cuanto a los andaluces, está claro que pagan impuestos, es obvio. Pero lo que reciben a cambio de sus impuestos es infinitamente superior a lo que se recibe aquí, donde la cantidad que pagamos es también infinitamente superior. Pero, ¡es verdad! Decir eso es ser insolidarios. Pues yo diría que admitir que esto suceda en nombre del patriotismo españolista es ser imbéciles. Basta de demonizar al nacionalismo que desde el centro llaman «periférico» cuando los españoles practican el nacionalismo más rancio y excluyente. Basta de identificarlo con el fascismo y de comparar los partidos independentistas con la Liga Norte italiana, cuando desde el nacionalismo se ha luchado siempre por el progreso y la democracia. Las razones para optar por el voto independentista son muchas: las identitarias (asfixia cultural y lingüística, derecho a la autodeterminación) y las económicas y sociales. Podemos elegir las que queramos. A mí me afectan todas. Hay que estar ciego para no ver lo que interesa a España de Catalunya. Se llenan la boca hablando de España como de una «gran familia», pero por lo visto, hay hijos de primera e hijos de segunda. ¿Quién querría formar parte de una familia donde se siente despreciado? Creo que el tiempo en que Catalunya ha hecho de motor de España tiene que acabar. Que arranquen de una vez, pero sin mi dinero.

Tras la manifestación del 10 de Julio parecía que algo se movía en Catalunya, que la voluntad de reafirmación y de plantar cara era firme. Por primera vez me planteaba dar mi voto a un partido independentista. Ahora ya no estoy tan segura de ello, no porque mis ideas hayan cambiado, sino porque no acabo de sentirme cómoda con ninguno de los tres partidos que representan esta opción. ERC ha estado en el Tripartito durante dos legislaturas y solo nos ha demostrado que, como siempre, acaba traicionándose a sí misma, que ya es lo último. Y los dos nuevos grupos que hacen suya de manera clara y abierta la opción por la independencia, Reagrupament y Solidaritat Catalana, mucho me temo que contribuirán a fragmentar el voto que escoja esta alternativa. Decepcionante, en definitiva.

Artur Mas, al frente de CiU, se apunta ahora al discurso más o menos independentista. Es sospechoso, como mínimo, cuando CiU no ha hablado nunca claro al respecto. Y por eso no me lo creo. Nos guste o no, tenemos todos los números para ver a Artur Mas instalado en el Palau de la Generalitat. Los primeros que lo tienen claro son los del PSC, que se han dedicado a reírse de él sistemáticamente y a utilizar medios muy poco elegantes para descalificar al candidato convergente, empezando por el eslogan «Artur Mas de lo mismo» y continuando con el vídeo en el que, al ritmo de la canción «Despeinado», de un tal Palito Ortega, hacen un recorrido por la trayectoria política de Mas a través de diferentes estilos de peinados. Feo y poco serio, si se me permite decirlo. El ingenio que gastan lo podrían aplicar a explicarnos cómo piensan solucionar el follón económico y social en que nos han metido en estos últimos cuatro años. O a intentar justificar su absoluta sumisión a los dictados del PSOE, traicionando sus propias decisiones, lo que han votado en el Parlamento de Catalunya, que han acabado convirtiendo en un Parlamento de juguete. Qué nivel … Y no, no defiendo a Mas, porque me parece que no representa ninguna opción de cambio. Vuelvo a decirlo: no me lo creo en casi ninguna de sus propuestas electorales. Y todos sabemos, además, que si no llega a la mayoría absoluta, entraremos de nuevo en la política de pactos. Los pactos de CiU con el PP ya los conocemos. Y un pacto CiU-PSC, que es bastante más plausible de lo que muchos creen, acabaría haciendo el país ingobernable. Pero parece que las alternativas de gobierno están totalmente atomizadas entre Montilla y Mas, que serían los únicos con posibilidades reales de llegar a la Generalitat.

Ni me planteo dar mi voto al PSC, tengo tantos motivos para no hacerlo que os aburriría, pero correré el riesgo y os daré unas cuantas. Porque en contra de lo que debería haber hecho, no ha sabido defender los intereses de las clases medias y trabajadoras. Porque es totalmente subsidiario de los dictados del PSOE y ha traicionado a gran parte de sus bases en Catalunya. Porque ha permitido que nos convirtamos en una colonia y encima, tenemos que estar satisfechos de ello. Porque si de verdad es un partido de izquierdas y que trabaja para los menos favorecidos, debería darse cuenta de que el modelo de relación con el Estado español que defienden perjudica precisamente a las clases populares, a los trabajadores, a los pequeños empresarios autónomos, a los profesionales liberales, a los funcionarios, a todos aquellos que no llegan a final de mes y que tienen que subvencionar un Estado en quiebra. Porque su discurso cobarde y pseudocatalanista ya no engaña a nadie. Porque han hecho la peor gestión de la crisis económica que se podría imaginar y porque pretende comprar votos con proyectos como el de la subvención a los nini’s que me parece inmoral. Y porque, off the record, algunos de los políticos más destacados del partido, los que representan el sector tradicionalmente más catalanista, los más maragallianos, por decirlo de alguna manera, critican de manera clara la gestión política de este hombre que ha llegado a presidente de la Generalitat sin más aval que haber sido siempre el perro fiel de su amo, del que ha tocado en cada momento.

Los partidos como el de la expopular Montserrat Nebrera, el engendro llamado «Ciutadans» (las encuestas les otorgan un escaño más que en 2006, y eso produce arcadas) o el españolista UPyD de Rosa Díez (que acabaremos viendo apoltronada en las filas del PP haciéndole la competencia en casposidad a la mismísima Esperanza Aguirre si su proyecto no le acaba de funcionar, y si no, al tiempo) es obvio que sacarán votos de este sector que antepone las cuestiones identitarias a su bienestar económico y social. Son aquellos que juran y perjuran que los castellanoparlantes son perseguidos, que el castellano no se habla en Catalunya, que estamos llevando a cabo una especie de limpieza étnica simbólica, que se sienten felices con la camiseta de La Roja y el «torito» en el coche «tuneao», que mienten como bellacos y lo saben, que fomentan la discordia, el malestar, el enfrentamiento y los estereotipos. Aunque esto les cueste 60 millones de euros diarios. Estos partidos sacarán votos «populacheros», en el mismo sentido que Plataforma per Catalunya lo puede hacer explotando el tema de la inmigración.

Ante todo esto, no sé si a alguien le puede sorprender que la abstención sea la alternativa escogida por, dicen, entre un 40% y un 55% del electorado. La tendencia abstencionista afirman que favorece a Mas y a los partidos independentistas, ya que si la participación fuera baja, Solidaritat podría tener representación parlamentaria. No me fío mucho de las encuestas, pero como la voluntad abstencionista suele estar oculta, es probable que el porcentaje sea más alto de lo previsto. Y estoy segura de que el grueso de esta abstención lo nutrirán personas que han sido tradicionalmente votantes del PSC. Porque están hasta las narices, porque «pasan», en definitiva. Las mismas encuestas dicen también que todavía hay entre un 35% y un 40% de indecisos, de potenciales electores que aún no han decidido su voto. Entre ellos, yo misma

Me gustaría poder «pasar», abstenerme, pero sigue pareciéndome irresponsable. Quisiera tener las ideas más claras, ser un poco más crédula, no sentirme avergonzada por la campaña que están llevando a cabo algunos partidos para los que parece que más que electores seamos simplemente «audiencia», espectadores de un ridículo «Gran Hermano «. Me parece lamentable el orgasmo que en su publicidad dicen los del PSC que nos provocará votar Montilla. Pues mira qué bien. Me avergüenza escuchar las descalificaciones gruesas y poco elegantes que se dirigen unos a otros, tener que contemplar a la pandilla de “Ciutadans” en pelotas, no doy crédito al videojuego pepero donde se dispara contra inmigrantes. No se está haciendo campaña política, sino publicidad pura y dura.

¿Comprendéis por qué me tienta la abstención?

 

Estoy hasta el gorro de manifiestos lingüísticos

La invasión, la colonización y la ocupación, así como otros casos de subordinación política, económica y social, implican a menudo la imposición directa de una lengua ajena o, al menos, la distorsión del valor de las lenguas y la aparición de actitudes lingüísticas jerarquizantes que afectan la lealtad lingüística de los hablantes.

Declaración Universal de Derechos Lingüísticos

Uno de los elementos primordiales del nacionalismo español político es su visión de la cultura y de la lengua castellanas como las predominantes en el territorio del estado y, por tanto, un menosprecio más o menos velado, dependiendo de la época o del color político de los gobernantes, del resto de de lenguas y culturas que son propias de «las otras» nacionalidades históricas en España. En Cataluña estamos acostumbrados a los manifiestos que, en nombre de una supuesta libertad, reclaman una mayor presencia del castellano en la sociedad, sobre todo en la enseñanza. Se presenta al castellano (o «español») como una lengua con poca presencia social, a los castellanoparlantes prácticamente como víctimas perseguidas por los opresores catalanes, y la enseñanza de la lengua castellana de segunda categoría. Reclamando el derecho a expresarse en “español”, que es legítimo y constitucional, estos manifiestos esconden o maquillan una consideración del catalán como lengua no apta para todas las funciones sociales, así como un deseo de que exista una enseñanza lingüística monolingüe. Nos hablan de bilingüismo, pero no nos engañemos, el bilingüismo no favorece nunca a las lenguas minoritarias, por el contrario, las minoriza y arrincona. Los firmantes de estos manifiestos conocen a la perfección cómo funciona cualquier proceso de sustitución lingüística: cuando una lengua con un mayor número de hablantes, representante de una cultura mayoritaria y unida al poder político compite en un territorio con otra lengua minoritaria, aunque sea la propia de ese territorio, el resultado lógico es la sustitución lingüística, la desaparición de una lengua y, por tanto, de una cultura. Desde la introducción del latín en los territorios de la Península Ibérica y la desaparición de las lenguas pre-romanas (excepto el euskera), hasta casos mucho más cercanos, como la agonía del bretón o el occitano en Francia, o del gaélico en Irlanda, el resultado final es el mismo. Ni siquiera hace falta que la lengua del poder se imponga y la lengua minoritaria se persiga, sólo es cuestión de tener un poco de paciencia, de reclamar un bilingüismo supuestamente equitativo y constitucional, y al cabo de dos o tres generaciones, la sustitución lingüística se ha consumado.

A pesar de todos los agravios que esos manifiestos aducen contra la política lingüística en Cataluña, la realidad indiscutible es que el aprendizaje del castellano está asegurado en todos los niveles educativos y nadie acaba 4 º de ESO sin saber hablar y escribir correctamente esta lengua, a pesar de las historias y los rumores que circulan fuera de Cataluña. Curiosamente, no podemos decir lo mismo en relación al conocimiento y uso del catalán, y sólo hay que echar mano de las estadísticas para confirmar este extremo. Otro dato significativo: los resultados de Selectividad de Lengua castellana siempre son mejores que los de Lengua catalana.

Los derechos de todas las comunidades lingüísticas son iguales e independientes de la consideración política o jurídica de lenguas oficiales, regionales o minoritarias.

Declaración Universal de Derechos Lingüísticos

El último de estos manifiestos reivindicativos es el Manifiesto por la lengua común. Los que lo firman, encabezados por Fernando Savater y Vargas Llosa, piden que entre todas las lenguas que se hablan en el estado, se constate que el castellano es la lengua española por antonomasia. El manifiesto comienza diciendo que el castellano es la lengua española superior (cuando se usan estos calificativos en este país, ya podemos echarnos a temblar) al resto de idiomas que se hablan en España, considerándolas de segunda categoría y menos útiles. El castellano-español aparece como la lengua de la alta cultura, de la comunicación, de la ciencia. Incluso insisten en que tiene una serie de valores que no tienen las otras tres lenguas (euskera, catalán y gallego). Nada, que ya lo decía Diderot: Parlez français au sage.

Este manifiesto esconde, intencionadamente, unos hechos que son irrefutables: las lenguas, por sí mismas, desde un punto de vista estrictamente lingüístico, no son más importantes unas que otras. Cuando una lengua gana en hablantes o va ocupando ámbitos sociales de uso, es por causas políticas y de poder económico, no hay valores que valgan. A lo largo de la historia, lenguas como el castellano o el francés han jugado el rol que hoy en día tiene el inglés, porque los estados en los que se hablaban dominaban el panorama político o eran una potencia económica. El porcentaje de personas en el mundo que hoy sabe hablar inglés es superior al de hace 25 o 30 años y lo es por razones de prestigio lingüístico. ¿O acaso el inglés tiene unos “valores intrínsecos diferentes y “superiores” al castellano, al alemán, al japonés o al portugués?

La mayoría de las lenguas amenazadas del mundo pertenecen a comunidades no soberanas y uno de los factores principales que impiden el desarrollo de estas lenguas y aceleran el proceso de sustitución lingüística son la falta de autogobierno y la política de los Estados que imponen su estructura político-administrativa y su lengua.

Declaración Universal de Derechos Lingüísticos

La gran mayoría de castellanoparlantes del estado español que no viven en un territorio con una lengua propia diferente al castellano, perciben como anómala cualquier situación lingüística que no responda a la igualdad 1 estado = 1 sola lengua. Quieren hacernos creer que desconocen que existen casos como el de Bélgica, Suiza o Canadá, en donde esta cuestión se ha resuelto de manera diferente a la que se decidió en España a partir de 1978. Seguro que preferirían que, como ha sucedido en Francia, las lenguas minoritarias del territorio fuesen consideradas “curiosidades” folclóricas, incluso dialectos (“patois”, les llaman allí, con una carga despectiva evidente), sin ningún tipo de reconocimiento oficial. Esto precisamente es lo que se pretende desde el nacionalismo español centralista: partiendo de argumentos erróneos, como el prestigio o el número de hablantes, desprestigiar y minorizar al resto de lenguas del estado, porque para ellos resulta natural que el castellano sea el “español”, la lengua común y oficial de todo el territorio. No son capaces de ver que lo es por razones de expansión política y territorial, porque la historia es la que es, pero no porque el castellano, como lengua estrictamente hablando, sea mejor que cualquier otra. Está claro, sin embargo, que en el momento de redactar la Constitución, inmersos en una delicadísima transición política que se podía torcer en cualquier momento, se tuvieron que hacer concesiones (por las dos partes, evidentemente), y desde el centralismo castellanoparlante no se creyeron en ningún momento la realidad plurilingüística y pluricultural del estado, pero tuvieron que “tragar” con ello, dadas las circunstancias.

Podríamos hacer un ejercicio de historia-ficción: imaginemos que el Tercer Reich, aquél que había de durar 1.000 años, hubiera acabado dominando Europa e imponiendo definitivamente su lengua y pautas culturales en los países invadidos. Imaginemos también que por motivo de esta hipotética invasión militar y política, el estado español también hubiera sido colonizado lingüística y culturalmente por Alemania. Como resultado, el alemán se impondría como lengua, sería obligatorio en todos los ámbitos públicos y oficiales, se perseguiría al castellano, se le arrinconaría a la cocina y al dormitorio lingüísticos, la lengua de los vencedores se enseñaría en las escuelas como lengua única, se usaría como lengua exclusiva en los medios de comunicación y en la literatura. Saber alemán resultaría indispensable para promocionarse profesionalmente. Habría, además, un adoctrinamiento que insistiría en los «valores intrínsecos» de la lengua alemana despreciando la lengua propia del territorio conquistado. Aunque la sociedad se resistiera a abandonar el uso del castellano, al cabo de 200 o 300 años, la «germanización» sería efectiva. Me gustaría saber qué defenderían los Savater y Vargas Llosa de turno. ¿Que el alemán es la lengua superior de España y que el castellano es una lengua de segunda categoría? ¿Que aquellos que han conservado la lengua propia son separatistas, insolidarios, terroristas en potencia? ¿Que la única lengua apta para la cultura, la ciencia, la prensa, etc., es el alemán? ¿Hablarían del castellano como «lengua-pijama», tal como lo hacen del euskera, del catalán o del gallego? Seamos sinceros: ninguna comunidad lingüística acepta una lengua que no es la propia de manera voluntaria, sino por imposición, por motivos políticos o porque es la lengua del poder económico.

Toda comunidad tiene derecho a codificar, estandarizar, preservar, desarrollar y promover su sistema lingüístico, sin interferencias inducidas o forzadas.

Declaración Universal de Derechos Lingüísticos

Los nacionalistas españoles se estremecen cuando se les presentan argumentos históricos en contra de sus convicciones lingüísticas, parece que tienen fobia a conocer cuál ha sido la realidad histórica de este país (desgraciadamente, este mal lo sufren no sólo en relación a las lenguas). No quieren ni oír hablar del tema. Pero les guste o no, hay una realidad que no pueden ignorar (aunque sí falsear o manipular, por supuesto). A partir del siglo XVI, la creación de los estados europeos demandaba una unificación política, lingüística e incluso religiosa. El castellano es adoptado como la lengua de la monarquía hispana si bien no se puede hablar de una imposición de esta lengua en aquellos territorios que tenían una lengua propia distinta al menos durante los siglos XVI y XVII, con la dinastía Habsburgo. Pero tampoco les hará falta, porque la castellanización avanza lenta pero implacable por razones de prestigio y de deseo de asimilación a la monarquía. No será hasta el reinado de Felipe V, con el Decreto de Nueva Planta, cuando se prohíba el uso público y oficial de la lengua catalana, cuando cualquier manifestación de cultura no castellana se persiga duramente. Y a partir de aquí, excepto durante el brevísimo paréntesis de la Segunda República, ésta ha sido la realidad con la que han tenido que enfrentarse los territorios con una lengua y una cultura propias diferentes del castellano: persecución o, en el mejor de los casos, minorización y menosprecio. Y nos guste o no, ésa es la realidad histórica de la pretendida riqueza cultural y lingüística del Estado español. Y en Catalunya hacemos como que nos creemos que desde la mayoría castellanoparlante se la creen, aunque sabemos que lo que se esconde detrás de este concepto tan democrático es la voluntad de uniformizar cultural y lingüísticamente todo el territorio, empezando por querer imponer un equitativo, democrático y engañoso bilingüismo. O aduciendo argumentos como la «inversión en capital lingüístico», es decir, mezclar la cultura con la economía. Por eso, porque es superfluo invertir en lenguas pijama, si queremos comprar un DVD de una película, no siempre lo tenemos disponible en catalán. Lo mismo ocurre con los estrenos de cine y con los juguetes interactivos o educativos. O si queremos leer en catalán el último best-seller, tenemos que pagar alrededor de 6 o 7 euros más que si compramos la edición castellana. Los nacionalistas españoles se enorgullecen del aumento de hablantes del castellano , claro, pero es que no se tiene otra opción, ya se encargan ellos. Cuando se hacen esfuerzos para normalizar las culturas y las lenguas propias de Cataluña, de Euzkadi, de Galicia, entonces aparecen periódicamente manifiestos que denuncian una supuesta persecución del castellano. En Cataluña eso nos parece tan surrealista que no sabemos si subirnos por las paredes o echarnos a reír. Encima de cornudos, apaleados, porque parece que hablamos catalán con ánimo de molestar a los castellanoparlantes y que por tener una cultura o una lengua diferentes, sería necesario que estuviéramos pidiéndoles disculpas cada día.  Pero los que vivimos en Cataluña, seamos o no catalanes de nacimiento e independientemente de cuál sea nuestra lengua propia, sin saberlo, hacemos nuestras las palabras de Popper cuando escribía Si se quiere que continúe el progreso de la razón y que sobreviva la racionalidad humana, nunca deberemos inmiscuirnos en la variedad de los individuos y de sus opiniones, finalidades o propósitos (excepto en los casos extremos en que la libertad política esté en peligro). Incluso los llamamientos (que tanto satisfacen desde el punto de vista emotivo) a una «tarea común», aunque sea de lo más excelente, no son sino llamamientos al abandono de las diferentes opiniones éticas, al abandono a las críticas mutuas y de los debates que estas opiniones generan. Al final, son llamamientos que nos quieren hacer renunciar al pensamiento racional. Llamadnos pragmáticos…

La enseñanza debe de estar siempre al servicio de la diversidad lingüística y cultural, y de las relaciones armoniosas entre diferentes comunidades lingüísticas de todo el mundo.

Declaración Universal de Derechos Lingüísticos

Los manifiestos lingüísticos no hacen mella en la inmensa mayoría de la sociedad catalana, sea cual sea la lengua materna de las personas. A lo sumo, nos producen cierto hastío, porque sabemos que la batalla contra la desinformación mediática está perdida. Da igual que expliquemos que en Cataluña nadie rechaza el uso del castellano, que la gente habla una u otra lengua sin más problemas, incluso durante el curso de una misma conversación con personas diferentes. Que no nos salen sarpullidos si alguien nos pregunta una dirección en castellano ni dejamos de servir a un cliente en una cafetería por la lengua en que nos hable. Que podemos leer y escribir en las dos lenguas y que ojalá todos pudiéramos leer y escribir en diez lenguas más. Que la inmensa mayoría de padres no se opone a que sus hijos sean escolarizados en catalán porque a lo largo de todos los años de educación, las horas de lengua catalana y de lengua castellana se igualan (3 horas de catalán y 3 horas de castellano en la ESO) y que el conocimiento de la lengua castellana está garantizado. Que los niños en las aulas, en el patio de las escuelas, en la calle, hablan la lengua que les apetece y nadie los persigue o alecciona. Y aquellos padres que firman manifiestos en contra de la presencia del catalán en las escuelas, son los que acaban prefiriendo matricular a sus hijos en el Liceo Francés, en el Colegio Suizo o en cualquiera de las escuelas privadas americanas, aunque sepan que la lengua mayoritaria que van a oír durante las clases sea el francés, el alemán o el inglés, no el castellano. Así que no engañan a nadie: su actitud no es favorable a la escolarización en castellano, sino contraria a la consideración del catalán como lengua normalizada en todos los ámbitos.

Siempre he pensado que conocer idiomas es abrir ventanas al mundo, a diferentes maneras de entender la realidad, ya que te pone al alcance culturas muy diversas. Despreciar una lengua es despreciar una cultura. Y como decía Ovidi Montllor, a quien le molesta que se hable, se escriba o se piense en catalán, en realidad, le molesta que se hable, se escriba y se piense. Y que nadie se engañe: el desarrollo de una lengua no se hace en función de los «valores intrínsecos» de que habla el Manifiesto de la lengua común, sino en función de mayorías y de imposición de criterios. No hay peor ciego que el que no quiere ver: la situación lingüística actual de España es consecuencia de azares políticos, como en todas partes, de leyes restrictivas, resultado de imposiciones y de persecuciones. Si después de todo esto, la cultura y la lengua catalanas no han desaparecido ante el empuje castellanizador, es de suponer que deben tener más valores «intrínsecos» de los que presuponen y desearían los que firman este manifiesto.

El universalismo debe basarse en una concepción de la diversidad lingüística y cultural que supere a la vez las tendencias homogeneizadoras y las tendencias al aislamiento exclusivista.

Declaración Universal de Derechos Lingüísticos

Este nacionalismo lingüístico español encuentra eco no sólo entre la derecha, sino también entre la izquierda, en amplios sectores del PSOE y de Izquierda Unida. Parece que, independientemente de cuál sea la opción política, parece natural que el castellano tenga una preeminencia sobre el resto de lenguas, que sea vehicular en la enseñanza y que si es necesario modificar la Constitución (que por otras cuestiones parece intocable) y los estatutos de autonomía, se haga. En Cataluña, mientras tanto, acostumbrados a este tipo de manifiestos, se continúa afirmando que la cuestión lingüística no es percibida como un problema para la inmensa mayoría de la sociedad, sea catalanoparlante o castellanoparlante (estos se llevan la peor parte, porque son considerados como a «renegados» cada vez que intentan explicarlo). Pero como es sabido, el conflicto se atiza siempre desde fuera, por parte de quienes no han vivido nunca en Cataluña ni conocen su realidad lingüística. Y se nos siguen poniendo los ojos como platos cuando escuchamos afirmaciones del tipo: «Si entras en un bar o en una cafetería, si no sabes catalán, no te atienden», «La gente no te contesta si les preguntas una dirección en castellano «o» No te entienden si llamas a un organismo oficial y hablas en castellano, te cuelgan el teléfono «. Hacer este tipo de afirmaciones, además de demostrar una perversidad de intenciones clarísima, demuestra que no se conoce la realidad social en Cataluña, el porcentaje de población castellanoparlante o bilingüe ni tampoco, el carácter abierto y cosmopolita de la inmensa mayoría de la sociedad catalana, sea cual sea su lengua materna. Pero esto, desgraciadamente, no lograremos hacérselo entender… Así que mejor que nos lo tomemos a risa.

Del Barça al nacionalismo español

La semana pasada, navegando por la red para buscar qué se había escrito acerca del partido Barça-Inter, acabé leyendo, sin quererlo ni buscarlo, una serie de comentarios, escritos por seguidores o aficionados del Real Madrid que todavía estaban en fase de éxtasis, cómo no, al saber que el Barça no jugaría la final de la Champions en el Bernabeu. Se les notaba aliviados porque los seguidores barcelonistas no profanarían el templo del fútbol madridista ni las calles de su ciudad. Incluso, en el día siguiente al partido, vi por televisión como grupos de seguidores del Real Madrid lo celebraban en Cibeles. Ya se sabe cómo son las rivalidades futbolísticas y no me sorprendieron determinados comentarios, más allá de la constatación de que, a veces, el ser humano disfruta más de los fracasos de su rival que de los éxitos propios, recordemos aquello de “el perfume más agradable es el del cadáver de nuestro enemigo”. Probablemente, si se hubiera dado la situación inversa, numerosos barcelonistas habrían hecho más o menos lo mismo, aquí también tenemos nuestro grupo de aficionados que, si no gana el Barça, se consuelan con las derrotas del Real Madrid. No sé si esto debe pasar entre todas las aficiones de equipos con rivalidades deportivas similares, es posible.

Pero la cuestión que llamó mi atención fue el tono extremadamente agresivo, grosero, resentido, empapado de menosprecio y de prejuicios de aquellas palabras, no sólo contra el FC. Barcelona y su afición, sino contra todo lo que tuviese relación con Catalunya y los catalanes.  Esos comentarios no celebraban una victoria de su equipo, sino la derrota de su eterno rival, pero lo que en realidad les alegraba era que entendían que aquello era una derrota de los catalanes. Parecía como si, en realidad, se hubiese jugado la final de una confrontación entre España y los “putos catalanes de mierda”. Allí no tenía cabida el fútbol, el Inter no pintaba nada. Eran ellos, los españoles, quienes habían ganado no sé qué batalla contra Catalunya y los catalanes. Eso fue precisamente lo que me sorprendió, no porque me sintiera especialmente ofendida como seguidora del Barça o como catalana (este estadio creo que por aquí lo tenemos más que superado por repetitivo), sino porque entendí que no se trataba de provocaciones orquestadas por los cerebros extremistas y enfermizos de siempre, alimentados de tópicos seculares, como una epidemia recurrente que aparece cada cierto tiempo y que los catalanes confiamos en que no se extienda entre la población sana. Aquello era un estado de opinión que ya no tiene nada que ver con el fútbol y que, como la enfermedad de que hablaba, infecta cada vez sectores más amplios de la sociedad española.

No es nada nuevo, ya lo sé. La identificación “Barça-Catalunya-nacionalismo” es antigua, como antiguos eran algunos de los tópicos y prejuicios anticatalanes que estaba leyendo. Como antigua es la actitud flemática que adopté y que es la que impera mayoritariamente en Catalunya: pensar que los prejuicios son fruto del desconocimiento y de la falta de cultura. No sé si somos ingenuos o estoicos, pero es cierto que siempre hemos creído que la actitud anticatalana se alimenta de una mezcla de tópicos, de rumores malintencionados, y que sólo personas ignorantes y fanáticas pueden darles crédito sin sonrojarse. Ahora, después de pensarlo con detenimiento, pienso que sí, que pecamos de ingenuos. Porque estos tópicos no sólo son opiniones sin fundamento y que expresan de la manera más visible, chillona, exaltada y, evidentemente, grosera, el viejo sentimiento anticatalán, el de siempre, el de toda la vida, que no es un invento franquista, el que nos considera separatistas, insolidarios, egoístas, avaros, antipáticos, cerrados en nosotros mismos, interesados… Es el anticatalanismo que raya extremos a veces  casi patológicos, explotado sabiamente no sólo por la extrema derecha, que al fin y al cabo es lo que podríamos esperar, sino por todo el espectro político español, de extremo a extremo. En ese momento tomé conciencia que lo que se está extendiendo por la sociedad española es precisamente lo que, si les preguntásemos, jurarían rechazar con toda vehemencia: el nacionalismo, un nacionalismo español radical y muchísimo más excluyente que el resto de los nacionalismos periféricos (vasco y catalán, sobre todo).

No entiendo, si no, por qué en un partido de fútbol entre el Barça y el Real Madrid, los seguidores de este equipo agitan banderas españolas, por ejemplo. Quién excluye a quién? Ésta es la gran paradoja: critican el supuesto separatismo catalán, pero a la vez, perciben a los catalanes como diferentes, como no “españoles”. Y pienso, además, que la mayoría de nacionalistas españoles no tienen conciencia de serlo o bien se niegan a admitir que lo son.

Manipulación, propaganda y exaltación, éste es el peligroso combinado que se está sirviendo para alimentar el nuevo nacionalismo español, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Y observo que el mensaje arraiga, desde las más altas instancias políticas y culturales hasta la gente de la calle. Hay que ser español y sentirse orgulloso. De aquí la gran inversión mediática que se está llevando a cabo para encontrar elementos cohesionadores de la sociedad española que constituyan un motivo de orgullo, que acaben con ese sentimiento de inferioridad que se arrastra desde hace siglos, como, por ejemplo, la selección de fútbol, “la Roja”, con todo el despliegue de publicidad, espacio ilimitado en las televisiones, concentraciones urbanas, eslógans (Podemos, Vamos a desafiar al mundo, Disfruta de la Roja), etc, todo ello animado por los últimos éxitos deportivos. Imagino que el objetivo último no se escapa a nadie medianamente perspicaz.

Otro elemento que tiene que cohesionar a todos los españoles es la lengua, el elemento cultural identificativo por excelencia de toda comunidad humana. Los nacionalistas españoles econocen en el “español” una superioridad y unos valores que la sitúan por encima del resto de lenguas que se hablan en el estado, que minusvaloran y no perciben como parte de un patrimonio cultural común.   

Y aún así, no hay una percepción general de la existencia de este nacionalismo español, lo cual es lógico, ya que el nacionalismo es la ideología que demonizan y rechazan de plano. Porque su nacionalismo no parte de una uniformidad étnica o de una identidad histórica, por eso no aceptarían ser etiquetados como nacionalistas. Al contrario, se presentan como defensores de la democracia y de la estricta legalidad constitucional que no excluye a nadie. Pero defendiendo la esencia de lo “español” hay implícita una exclusión de todo aquél que no pueda o no quiera ser considerado como tal.

Es un nacionalismo que dice valorar y proteger la “pluralidad cultural” española, pero que no se la cree, para ellos, la riqueza cultural española es más bien “folklórica”, porque “España es Una”, no nos equivoquemos. Defienden la superioridad del español y si no se atreven a afirmar que el catalán o el gallego son dialectos (con el vasco no se atreven, es evidente), es porque una aseveración de este calibre despide un tufo a franquismo rancio e ignorante que es lo que precisamente necesitan obviar.

Y yo, mientras tanto, no acabo de entender determinadas cuestiones:

–      Por qué desde España se respeta y se entienden los nacionalismos en los países bálticos, en la antigua Yugoslavia, en el Kurdistán o en las antiguas repúblicas soviéticas, pero se rechaza el nacionalismo vasco, catalán o gallego.

–      Por qué son capaces de comprender la diferencia entre nación y estado y el concepto de nación sin estado en los casos palestino o saharaui, pero se cierran en banda cuando la cuestión la tienen en casa.

–      Por qué quieren vender la idea de España como una nación, cuando España no tiene una unidad histórica, lingüística y cultural única, hasta los nacionalistas españoles más radicales son capaces de darse cuenta de ello, otra cosa es que quieran admitirlo.

–      Por qué no se les pasaría por la cabeza minusvalorar lenguas como el islandés (unos 300.000 hablantes, aproximadamente), el danés (6 millones de hablantes), el finlandés (5 millones de hablantes), el noruego (5 millones de hablantes), el lituano (4 millones de hablantes), el estonio (1 millón de hablantes), el letón (1 millón y medio de hablantes), el albanés (6 millones de hablantes)… Pero, en cambio, consideran que el catalán, con 7 millones de hablantes y 3 millones más que lo entienden aunque no lo hablen habitualmente, es una lengua pijama, una lengua para estar por casa, que se tendría que usar sólo en el ámbito familiar y coloquial.

–      Por qué los políticos de este país niegan ser nacionalistas aunque sus actitudes y su discurso lo desmienten? Tanto la derecha como la izquierda españolas remarcan el carácter no excluyente de la nación española, mientras que los nacionalismos parece que lo son por definición. Pero, de momento, quedan excluídos todos aquellos que se permiten cuestionar el concepto de unidad nacional. Y pienso que esto no es una opinión subjetiva porque, como he dicho anteriormente, basta con observar las banderas españolas en los partidos de fútbol, las manifestaciones anticatalanas con cualquier excusa (trasvases, etc), los comentarios insultantes, los boicots a los productos catalanes, los manifiestos a favor del uso del castellano en Cataluña, creando polémica y agravios, como si fuese precisamente esta lengua la que estuviese amenazada y necesitase ser objeto de protección. Esta actitud se mantiene contra un “enemigo”, un adversario, contra aquellos con quien se tienen agravios no resueltos, pero de ninguna manera contra los que se cree que forman parte del mismo grupo o de la misma nación.

Cuando en 1916 preguntaron a Rovira i Virgili, uno de los más importantes ideológos del catalanismo, qué pensaban los catalanes sobre los españoles, respondió: «Si usted me pregunta si los catalanes odian a España, le diré que no; si me pregunta si aman a España, le diré que tampoco».  Esto no es ni bueno ni malo, es una postura muy catalana, teniendo en cuenta los pocos motivos que históricamente se han tenido en Catalunya para sentirse queridos y valorados por los españoles. Pero ahora, y a tenor de las circunstancias, tendríamos que hacer un ejercicio de sinceridad y preguntarnos: ¿Quién excluye a quién? ¿Quién odia a quién?.